Desde el reloj de sol del convento de San Francisco, una lùgubre inscripcion recuerda a los caminantes la fugacidad de la vida: Cada hora que pasa te hiere y la ùltima te matarà.
Son palabras escritas en latìn.
Los esclavos negros de Bahìa no entienden latìn ni saben leer. Del Africa trajeron dioses alegres y peleones: con ellos estàn, hacia ellos van.
Quien muere, entra.
Resuenan los tambores para que el muerto no se pierda y llegue a la regiòn de Oxalà. Allà en la casa del creador de creadores, lo espera su otra cabeza, la cabeza inmortal.
Todos tenemos dos cabezas y dos memorias.
Una cabeza de barro, que serà polvo, y otra por siempre invulnerable a los mordiscos del tiempo y de la pasiòn.
Una memoria que la muerte mata, brùjula que acaba con el viaje, y otra memoria, la memoria colectiva, que vivirà mientras viva la aventura humana en el mundo.
Cuando el aire del universo se agitò y respirò por primera vez, y naciò el dios de dioses, no habìa separaciòn entre la tierra y el cielo.
Ahora parecen divorciados; pero el cielo y la tirra vuelven a unirse cada vez que alguien muere, cada vez que alguien nace y cada vez que alguien recibe a los dioses en su cuerpo palpitante.
Eduardo Galeano, da Memoria del Fuego – Las caras y las màscaras