La Petaca. De Salarrue. El Salvador

Era pálida como la hoja mariposa; bonita y triste como la virgen de palo que hace con las manos el bendito; sus ojos eran como dos grandes lágrimas congeladas; su boca, cómo no se había hecho para el beso, no tenía labios, era una boca para llorar; sobre los hombros cargaba una joroba que terminaba en punta: La llamaban la peche María.

En el rancho eran cuatro: Tules, el tata; La Chon su mamá, y el robusto hermano Lencho. Siempre María estaba un grado abajo de los suyos. Cuando todos estaban serios, estaba llorando; cuando todos sonreían, ella estaba seria; cuando todos reían, ella sonreía; no rió nunca. Servía para buscar huevos, para lavar trastes, para hacer rir…

¡Quitá diay, si no querés que te raje la petaca!

¡Peche, vos quizá sos hija del cerro!

Tules decía:

Esta indizuela no es feya; en veces mentran ganas de volarle la petaca, diún corvazo!

Ella lo miraba y pasaba de uno a otro rincón, doblaba de lado la cabecita, meciendo su cuerpecito endeble, como si se arrastrara. Se arrimaba al baúl, y con un dedito se estaba allí sobando manchitas, o sentada en la cuca, se estaba ispiando por un hoyo de la paré a los que pasaban por el camino.

Tenían en el rancho un espejito ñublado del tamaño de un colón y ella no se pudo ver nunca la joroba, pero sentía que algo le pesaba en las espaldas, un cuenterete que le hacía poner cabeza de tortuga y que le encaramaba los brazos: La Petaca.

Tules la llevó un día onde el sobador.

Léi traido para ver si uste le quita la puya, pueda ser que una sobada…

Hay que hacer perimentos difíciles, vos, pero si me la dejás unos ocho días, te la sano todo lo posible.

Tules le dijo que se quedara.

Ella se jaló de las mangas del tata; no se quería quedar en
la casa del sobador y es que era la primera vez que salía
lejos, y que estaba con un extraño.

Papá, paíto, ayéveme, no me deje!

Ai tate, te digo; vuá venir por vos el lunes.

El sobador la amarró con sus manos huesudas.

Andate ligero, te la vuá tener!

El tata se fue a la carrera. El sobador se estuvo acorralándola por los rincones, para que no se saliera. Llegaba la noche y cantaban gallos desconocidos. Moqueó toda la noche. El sobador vido quera chula.

Yo se la sobo; ¡ajú!- pensaba, y se reiba en silencio.

Serían las doce, cuando el sobador se le arrimó y le dijo que se desnudara, que le iba a dar la primera sobada. Ella no quiso y lloró más duro. Entonces el indio la trincó a la juerza, tapándole la boca con la mano y la dobló sobre la cama.

¡Papá, papita!…..

Contestaban las ruedas de la carretera noctámbulos, en los baches del lejano camino.

El lunes llegó Tules. La María se le presentó gimiendo…el sobador no estaba.

¿Tizo la peración, vos?

Sí papa…

Te dolió vos?

Sí, papá…

Pero yo no veo que se te rebaje…

Dice que se me vir bajando poco a poco….

Cuando el sobador llegó, Tules le preguntó cómo iba la cosa.

Pues, va bien le dijo, sólo quiay que esperarse unos meses. Tiene quirsele bajando poco a poco.

El sobador viendo que Tules se la llevaba, le dijo que porqué no se la dejaba otro tiempito, para más seguridá; pero Tules no quiso, porque la peche le hacía falta en el rancho.

Mientras el papa esperaba en la tranquera del camino, el sobador le dio la última sobada a la niña. Seis meses después, una cosa rara se fue manifestando en la peche María. La joroba se le estaba bajando a la barriga. Le fue creciendo día a día de un modo escandaloso, pero parecía como si la de la espalda no bajara gran cosa.

¡Hombre! dijo un día Tules, ¡esta babosa tá embarazada!

¡Gran poder de Dios! -dijo la nana. ¿Cómo jué la peración que te hizo el sobador, vos?…. ella explicó gráficamente.

¡Ayjuesesentamil! rugió Tules ¡mianimo ir a volarle la cabeza!

Pero pasaba el tiempo de ley y la peche no se desocupaba. La partera, que había llegado para el caso, uservó que la niña se ponía más amarilla, tan amarilla, que se taba poniendo verde. Entonces diagnosticó de nuevo.

Esta lo que tiene es fiebre pútrida, manchada con aigre de corredor.

¡Eee?……

Mesmamente, hay que darle una güena fregada, con tusas empapadas en aceiteloroco, y untadas con kakevaca.

Así lo hicieron. Todo un día pasó apagándose; gemía. Tenían que estarla volteando de un lado a otro. No podía estar boca arriba, por la petaca; ni boca abajo por la barriga.

En la noche se murió. Amaneció tendida de lado, en la cama que habían jalado al centro del rancho. Estaba entre cuatro candelas. Las comadres decían:

Pobre, tan güena quera; ¡ni se sentía la indizuela de mansita!

¡Una santa! ¡Si hasta, mirá, es meramente una cruz!

Más que cruz, hacía una equis, con la línea de su cuerpo y la de las petacas. Le pusieron una coronita de siemprevivas. Estaba cómo en un sueño profundo; y es que ella siempre estuvo un grado abajo de los suyos, cuando todos estaban riendo, ella sonreía; cuando todos sonreían, ella estaba seria; cuando todos estaban serios, ella lloraba; y ahora, que ellos estaban llorando, ella no tuvo más remedio que estar muerta…

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