Un equipo de Radio 8 de octubre fue hasta Los Chiles, frontera norte, para ver y contar cómo está el arroz. El arroz, crecidito, o recién sembrado, según; pero además encontramos algotros cultivos. Resulta que, de pronto, al lado de la carretera, bien antes, desde Venecia de San Carlos, ya se iba viendo una cerca natural de las que llaman amapolas, muy pudorosa ella, cubriéndole las vergüenzas a la piñera voraz. Sí, amigos y amigas, detrás de las corrongas florecitas se extendía piña, piña, piña, sólo mucha piña (Oígase _La Ponzoñoza _). Por entre las ramas a veces se asomaba algún futuro cadáver víctima de intoxicación severa por exposición a los químicos. El sol les caía encima a los trabajadores como un machetazo mortal.
El ingrato mar de piña era un augurio triste en el camino. Ese monstruo que se alimenta de tierra ha ido comiéndose el territorio, expandiéndose como un cáncer, y se ha apoderado de más tierra de la que cualquiera de nosotros puede imaginar. Es jodida la cosa porque la gente reconoce que los agroquímicos son dañinos y que inevitablemente van a dar a los ríos, pero ven la producción piñera como una salvada porque no hay otras fuentes de trabajo. La agricultura y la ganadería, que han sido las actividades de siempre, no dan para subsistir ante la pérdida de las cosechas, el enflaquecimiento de los animales y los míseros precios que consiguen en la venta de sus productos.
Antes de la piña lo que había era naranja. Naranja igual que la piña o que el banano en otras zonas, naranja, naranja y naranja hasta la náusea. Con el agravante de que sólo requiere contratar gente en las épocas de corta, cuando vienen cientos de hombres y mujeres del otro lado de esa frontera inventada y mentirosa a trabajar por lo que les den sin chance de protestar o exigir que les paguen lo justo. Así pierden todas y todos, excepto TicoFrut, la empresa que exprime entre sus manos la energía de las personas por unos días apenas y luego las desecha como una cáscara inútil. Y hablando de dueños y exprimidores, cuenta la gente que el dueño de las fincas piñeras es, póngale ojo, Oscar Arias. No les consta, ni a mí tampoco, pero no sería nada raro. Lo cierto es que los monocultivos han presionado a las familias campesinas para obligarlas a vender su tierra. Esto, por supuesto, de la mano con las políticas agrarias impulsadas desde el gobierno que es garante del despojo.
En medio de aquel caos (según una lugareña), muchos jóvenes migran hacia otras regiones del país a pulsearla: en otras plantaciones, en bananales, en otras piñeras del sur o del Caribe, o en Chepe, vaya a saber en qué trabajo de salario miserable y horario flexibilizado. Uno nos contó que trabajó en seguridad privada y en construcción. Se volvió o, mejor dicho, salió huyendo del ambiente hostil y violento que respiramos con el esmog los bichos capitalinos.
Pero también, en medio de aquel caos. Se dan también esas pequeñas resistencias. Frente a la lógica del monocultivo: huertas diversificadas: o sea, producción variadita pa que no le falte qué echarle a la sopa y en última instancia a la panza. Frente a la apropiación de recursos para un único dueño mafioso y caníbal: el trabajo y la propiedad colectiva, donde nadie manda y la producción se reparte. Y de paso: frente al patriarcado y el capitalismo: mujeres trabajando la tierra, haciéndola suya y de todas, para beneficio de sus familias y de sus comunidades. Ellas, con su sudor, sembrando la alternativa.